Comi

Semillas de esperanza

Uno, dos, tres y cuatro. Un pie delante del otro, sin perder el equilibrio, y vuelta a empezar. Uno, dos, tres y cuatro. Las semillas de porotos (como se conoce a las alubias aquí en Chile) se deslizan de nuestras manos al surco trazado por el arado. Luego las enterramos con los pies desnudos en la tierra, con cuidado de no salirnos de los surcos. «¡Quítate los zapatos!» me había dicho Marta, que aprovecha cada oportunidad posible para caminar descalza por la naturaleza. Yo, titubeando un poco al principio, me los había dejado puestos, pero luego le di la razón: se llenaban de tierra y no tenía suficiente control sobre el movimiento de mi pie. Cuando me los quité, el contacto con la tierra blanda y húmeda, recién removida por el arado, era una sensación que ya no quería dejar, el contacto casi embriagador con la Ñuke Mapu (como llaman los Mapuche a la Madre Tierra), como si despertara en mí algo ancestral que no sé si alguna vez hubiera conocido. «El caminar te entra desde el suelo» decía una canción que siempre cantábamos en los scouts. Bajo un sol abrasador, entre los olores de la campiña sureña, realizábamos el imperecedero gesto de la siembra, repitiéndolo a cada paso como una especie de meditación, de mantra.

Los voluntarios – Alvise, Manuel, Marta y yo – en servicio civil con la ONG COMI (Cooperación para el Mundo) nos sentíamos honrados de haber sido invitados por nuestro socio local, Medema (Mujeres Emprendedoras de Malalhue), a participar en la siembra de porotos, que con muchos sacrificios, escasos medios y magros ingresos, se viene realizando desde hace tres años. Para nosotros, que crecimos en grandes ciudades, fue una experiencia incalculable. Para Manuel y Marta era la segunda vez que participaban voluntariamente de este evento comunitario, que forma parte del sector agrícola de nuestro proyecto. Este último tiene el objetivo de apoyar a la minoría mapuche de Malalhue, en el sur de Chile, donde estamos desde el mes de julio pasado. Los Mapuche son un pueblo indígena que habita en el sur de Chile y Argentina y que, según el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), representa el 10% de la población chilena y el 31% de aquella de la comuna de Lanco, donde se encuentra Malalhue. El terreno que estábamos sembrando está ubicado dentro de la Comunidad Indígena rural de Panguinilahue Alto, en las cercanías de Malalhue. El proyecto de servicio civil en el que estamos comprometidos pretende lograr este objetivo a través de la puesta en valor del patrimonio cultural indígena y el apoyo a la juventud local en un camino de formación cultural y artística, para que pueda planificar de manera concreta su proyecto de vida personal y profesional. Entre las diversas actividades previstas, está la ayuda en el trabajo agrícola a Medema, que es una organización de mujeres, en su mayoría mapuche, que se dedican a la agricultura y a la artesanía.

“¡Cántanos una canción de Violeta Parra!” me dijo Marta. “Para olvidarme de ti voy a cultivar la tierra”, entoné, cantando el principio de La jardinera, mientras seguíamos sembrando, y luego continué con El guillatún y Gracias a la vida.
La parte de la siembra (ngan, como dicen en mapunzungun, lengua de los Mapuche), que preferíamos era aquella en que había que tapar cada surco, con los pies que se hundían en la tierra desnuda y de los dos montículos laterales la llevaban al centro. “¡Es como acariciar a la tierra!” dije, a lo que Marta asintió sonriendo con sus ojos verdes.
En un momento de pausa, mientras charlaba con las mujeres de Medema, se volvió distraída por los ruidosos ronquidos de Alvise y vio a él, a Manuel y a mí tirados en el suelo, hundidos en una siesta a pierna suelta. ¡Aquí estamos, tres ciudadanos catapultados al trabajo en el campo! Personalmente, precisamente por eso quería ensuciarme las manos, trabajar bajo un sol abrasador: porque el lugar donde nacimos y crecimos no puede tener la última palabra sobre lo que somos, lo que está definido por nuestras elecciones, por los retos que aceptamos – a pesar de las dificultades que conllevan – como el de vivir un año en el otro lado del mundo, en una realidad completamente diferente a aquella a la que estábamos acostumbrados.

Nos refrescamos con agua y harina tostada, un alimento común en esta zona y apreciado porque quita la sed y es nutritivo. Después de nuestra siesta, escuchamos sobre creencias ancestrales mapuche sobre la siembra: por ejemplo, no se debe sembrar maíz cuando se tiene hambre, de lo contrario los granos saldrían pequeños y secos. Al fin y al cabo, la tierra tiene una importancia fundamental en la cosmovisión y espiritualidad mapuche, tanto que su mismo nombre deriva de mapu, «tierra», y che, «pueblo», y se traduce como «pueblo de la tierra». En una zona donde esta última a menudo está contaminada o desecada por las empresas forestales, y donde el hombre suele mantener sólo vínculos comerciales con ella, los Mapuche siguen teniendo un profundo vínculo espiritual con la tierra y, en lugar de creer poseerla, sienten que pertenecen a ella. Marta lo había dicho bien: esa siembra era una experiencia espiritual. Por eso, esperamos que lo que sembramos en Panguinilahue Alto, en ese soleado día de noviembre, sean semillas de resistencia. Sin embargo, más aún, nuestro deseo es que sean semillas de esperanza, parafraseando el lema de COMI, “constructores de esperanza”.
Apenas terminamos estábamos casi exultantes: nos miramos satisfechos, orgullosos. Habíamos compartido todo en ese día: el esfuerzo, el sudor, la comida, las conversaciones, las risas. Las mujeres de Medema se acostaron a la sombra al borde del campo, para descansar mirando al fruto de su trabajo. Hicimos lo mismo.

Como somos una ONG italiana, para el almuerzo no podía faltar una magnífica pasta, que Alvise preparó para todos. Cuando íbamos a comer todos teníamos las manos – y los pies – llenos de tierra. Todos simplemente se enjuagaban las manos, sin usar jabón. Al ver que yo no hacía lo mismo, una de las mujeres de Medema me preguntó si quería enjuagármelas, pero yo pregunté si había jabón. «Es tierra, cuando mueras serás tierra tú también» fue su lapidaria respuesta. En ese momento quedé un poco asombrado y perplejo y en todo caso fui en secreto al baño a lavarme las manos. Pero ahora, pensando en ello, lo conecto con el vínculo profundo que tienen los Mapuche con la Ñuke Mapu. Entonces, me doy cuenta de que este episodio también es parte de las diferencias culturales que aquí son nuestro pan de cada día, tan difíciles al vivirlas en propia piel, pero tan fascinantes. Sólo ahora, al mirar hacia atrás, me doy cuenta de lo que significan esos pequeños detalles cotidianos – si nosotros somos capaces de darles ese sentido –, es decir, esa sensación de mirar el mundo al revés, con ojos por fin nuevos, que han salido de esa burbuja de Occidente en la que nacimos y crecimos y que parecía un destino ineludible. Es una sensación de frescura, emoción, curiosidad. Una sensación que me hace sentir vivo.

Luigi Donadio,
Casco Blanco COMI en Malalhue, Chile
21 de febrero de 2023

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